TITULARES
Analizar la trayectoria devocional de esta advocación mariana constituye la clave de bóveda en la génesis de la cofradía como entidad aglutinadora de un puñado de fieles que dieron culto a la Madre de Dios. Es por ello por lo que se hace del todo necesario estudiar el primer icono para contextualizar la nueva obra gubiada por Buiza y que supuso una auténtica mutación estética.
La actual talla de María Santísima de la Trinidad Coronada debe su factura al imaginero sevillano Francisco Buiza Fernández [Carmona 1922 – Sevilla 1983]. El lustro comprendido entre la ejecución y la adquisición por parte de la cofradía se entiende en la medida que era costumbre del maestro realizar imágenes de candelero en el período estival, es decir cuando la demanda era menor. Buiza sólo modelaba rostro y manos con lo que implicaba un escaso esfuerzo físico.; luego las sacaba de punto en madera para finalmente ensamblarlas y policromarlas. Cuando las terminaba, el autor tenía por costumbre almacenarlas en el trastero que tenía en su taller ubicado en la Casa de los Artistas de Sevilla. Allí las vestía decorosamente y las tenía en exposición permanente para que la vieran los potenciales clientes. En este contexto se explica la visita de los miembros de la hermandad en el mes de enero de 1968 para adquirir esta talla.
La obra presenta ciento sesenta y siete centímetros de envergadura y fue realizada en madera de cedro policromado, estando encarnadas manos, zona escapular, cuello y testa; el resto del cuerpo está semianatomizado hasta la altura de las caderas para insinuar los volúmenes. En la zona inferior, una estructura troncopiramidal formada por listones forrados de tela conforman una silueta acampanada que será revestida con enaguas y saya. Las extremidades superiores se resuelven mediante unas secciones cilíndricas con juego metálico de rotulación en el codo y hombros que permiten la movilidad de aquellas a la hora de ser vestida y para colocar las manos en actitud de ofrenda o en devoto besamano.
En el plano técnico, la Virgen de la Trinidad comulga con el recetario de anexos que enfatizan los rasgos expresivos. Así pues, se ensamblan en la cabeza la mascarilla y el cráneo para permitir el ahucamiento de las órbitas oculares y suplirlas con esferas vítreas que se pintan por la zona cóncava; asimismo la arcada dentaria superior se logra mediante el tallado interior de la boca bien naturalizada y próxima al modelo real.
El estudio de su policromía revela los diferentes aparejos preparatorios sobre el soporte o madera. Así y en primer lugar, tras una gruesa capa de encolado, se recubre la talla con yeso blanco previamente tamizado, tapando así los poros e irregularidades del leño; esta operación se repite dos o tres veces con las subsiguientes operaciones de alisar, lijar y limpiar entre aplicación y aplicación. Posteriormente se mezcla albayalde preparado con agua y goma laca blanca, este preparado tiene como función última impedir que el yeso absorba el aceite del color y actúa como imprimación en relación con las carnaciones al óleo que se concentran en las zonas ya comentadas del rostro, cuello, hombros y manos. En esta fase la técnica aplicada es mixta puesto que aparecen zonas en mate y otras en pulimento con objeto de revalorizar el modelado de la obra.
En el plano iconográfico el drama de María se desprende en su lectura facial merced a una serie de resortes tratados con suma exquisitez. Dibuja un trazado quebrado en sus arcos superficiales, logrando así la impresión de sollozo; por otra parte entreabre la boca para mostrarnos sus dientes que contrastan con la tonalidad rosácea de sus labios, dejando escapar un íntimo lamento como un canto elegíaco que estremece el alma de la madera. La nariz es manifiestamente rectilínea, tal y como cultivaron numerosos escultores del siglo XIX, dibujando la punta cuadrada y subrayando en las aletas la línea divisoria. Se constata por otro lado el empleo de tonos rosáceos en torno al mentón con su peculiar hoyuelo, pómulos y párpados como referentes cromáticos de su angustioso trance.
Seis lágrimas de cristal surcan sus mejillas y las dispone simétricamente para completar el discurso aflictivo de la efigie. Por otra parte, Buiza intenta diluir el esquema frontal del plano de tensión al presentarnos la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda por lo que el espectador ha de situarse en el lado contrario para buscar su mirada y establecer una sacra converzacione que sea capaz de mitigar el dolor y la expresión de angustia que invade su faz. Por último, las manos se convierten en patenas de su sacrificio, con un dibujo muy marcado, y abriendo ambos pulgares para facilitar la colocación del manípulo y del rosario.